Cerró los ojos mientras la tibia brisa marina acariciaba su rostro y se enredaba en su pelo. Adoraba esa sensación de paz que aquella playa desierta despertaba en su alma. Era un lugar fuera del mundo, separado de él por grandes acantilados de roca gris, ribeteada con las salpicaduras verdes del insistente musgo. Una espesa y salvaje vegetación se extendía casi hasta la orilla, confiriendo un abrazo protector, ocultando la playa a los ojos ignorantes de su existencia.
El agua cristalina se curvaba en perfectas olas que corrían apresuradas al encuentro de las rocas, escupiendo al cielo borbotones de nívea espuma salada.
Descubrió aquel paradisíaco oasis de calma hacía ya unos años, y acudía todos los días desde entonces, tratando de encontrarse a sí misma. Allí su mente vagaba libre, volaba y se formulaba infinidad de cuestiones para las que después buscaba respuesta, aunque pocas veces la hallaba. Se preguntaba por su importancia en el mundo, su cometido. Por qué era quien era. Por qué, de entre tantos miles, millones de posibilidades, era ella quien caminaba por la vida y no otra persona, una que, debido a ella, no existía. Asimismo, se preguntaba por muchas otras cosas todas de carácter íntegramente trascendental.
Pasaba noches enteras con la mirada perdida entre las constelaciones, maravillada por la infinitud del vasto universo, plagado de misterios indescifrables.
Sin embargo, una noche sus pensamientos no tomaron un rumbo tan escabroso e intrincado. Esa noche tenía la respuesta universal a todas sus preguntas, al menos a las que importaban realmente.
Sus carnosos labios se curvaron en una dulce sonrisa cuando recordó a aquel hombre, el hombre que rellenaba el vacío que la incertidumbre le había creado en el corazón a lo largo del tiempo. Sin apenas percatarse, ya no necesitaba saber por qué el mundo era tan inmenso, o cuál era su sino.
Estaba realmente segura de que estaba irrevocablemente unida a una persona, y eso disipaba el desasosiego que la acosaba tan a menudo. Su razón de ser había acudido a ella de la forma más inesperada. Amar y ser amada. Dar desinteresadamente todo cuanto tenía, todo cuanto era. Ya no necesitaba saber qué sería lo que le esperaba tras la muerte, ni entender todos los enigmas del universo. Había despejado la única incógnita que necesitaba para ser feliz. Lo que realmente era importante era su paso por la vida, su camino hasta el final, fuese cual fuese este, los pasos que diera de ahora en adelante, disfrutando de cada uno de ellos, especialmente si a su lado caminaba su apoyo, él, su razón de ser. Nunca creyó en lo de las medias naranjas, le parecía algo absurdo. Nadie podía completarte -decía- no necesitabas de nadie para ser quien realmente eras. Y seguía sin creerlo, pero se dio cuenta de que, a pesar de estar completa desde un principio, él le había mostrado partes de sí misma que desconocía, le hizo conocerse a sí misma en ámbitos que ni siquiera había llegado a plantearse jamás. Olvidarse por completo del futuro, del destino, consiguió lo que tanto tiempo llevaba buscando: calmar su alma y sentirse cómoda dentro de sí misma.
Le asombraba la facilidad con la que ahora era capaz de desnudar su alma ante él, después de tantos años evitando el contacto humano siempre que podía. Si no estaba en calma consigo misma ¿cómo iba a soportar la presencia de otras personas? Y sin embargo, en ellas estaba la respuesta que tanto tiempo buscó, y que ahora, por fin, había encontrado.
Todo cobró sentido.
Y aquella noche, cuando sus pupilas reflejaban el cielo estrellado, como tantas otras veces, las hebras de sus pensamientos no formularon ninguna pregunta. Formaron una hermosa y perfecta respuesta.
<< El amor es el motor del universo>>.
Las estrellas le sonrieron con sosiego, pues su constante compañera había hallado la llave de su felicidad.
-H.